lunes, 21 de septiembre de 2015

40 veranos

Ya han caído - los cuarenta veranitos, digo- y lo hacen de una forma extraña. 
Extraña porque es mi primer cumpleaños sin mi madre cerquita, aquí, dando esos achuchones y sonrisas que te daban la vida. 

Uno vuelve de nuevo a casa, ya para quedarse y vivir nuevas etapas. Esto de la vida es elegir, adaptarte, superarte - al menos intentarlo- y saborear cada experiencia que brinda la vida. 
Me acabo de dar cuenta, que éste que escribo es ya el post nº 100 de este blog, y releyendo te das cuenta de todo lo que cambia la vida a un ritmo inimaginable, y que todo esto está lleno de sorpresas, unas buenas, espectaculares y otras que jamás hubieras deseado conocer. Todas se viven, y cuando estás en ellas, poca veces piensas o te das cuenta, que eso, lo bueno y lo malo, todo es pasajero. De unas, las buenas, disfrutar, no pares de disfrutar y saborear y las malas, cuando hincas rodilla y alma, es mejor respirar, parar para saber qué vas a hacer al levantarte. Sin prisa, pero sin pausa. 

Pensaba en esto días atrás viendo a un señor mayor, de unos noventa años. Tenia el pelo blanco,  le costaba muchísimo andar, se apoyaba en su bastón, vestido con su chaqueta de punto por si tenía fresquito luego, miraba despacio, fijándose bien donde apoyaba sus pies y el bastón para no tropezar. 
Estábamos en El Pilar, y su destino era el mismo que el mío. Hay personas que en su cara reflejan vida y bondad, y ésta era una de ellas. Me quedé observándole, pensando en el valor y el amor que hace falta para, estando tan débil, acudir allí en búsqueda de refugio en lo más íntimo de tu ser. En el alma. 
Llevaba anillo, en recuerdo de quien fue su compañera de vida. Eché de menos a sus hijos, pero probablemente acuda allí cada día y ellos estarían trabajando, preocupados - quise pensar - por quien les dio la vida también. 
Hurgaba en sus bolsillo, con la mano temblorosa, despacio, intentando encontrar una moneda para brindar una vela en recuerdo de quienes él tanto quiere. De pronto paró, se debió dar cuenta que no tenía moneda y miró a su alrededor, no sé si buscando a alguien que le diera esa moneda o si quería ver si alguien le había visto. 
Todos lo habíamos visto, las 20 ó 30 personas que allí andábamos. 
Antes de que pudiera reaccionar, ya había 3 personas a su lado, cogiéndole del brazo y ofreciéndole la tan ansiada moneda. Dos mujeres y un hombre. Jóvenes y no tan jóvenes que le miraban sonriendo con la mano extendida. 
Miró primero a los 3 despacio, con un hilillo de voz, les dio las gracias, después, cogió una de las monedas. 
La introdujo y aquella vela nació. 

Se dio la vuelta todo lo rápido que podía y miró hacia el fondo de la sala. Recorrió con su cabeza y ojos todo el lugar, mirando, observando, y al final, sonrió. En un alarde de fuerza, levantó el bastón con boca de marfil saludando con un respeto impresionante. 
Bajó por la rampilla despacito y se marchó.
Él se marchó, pero allí quedamos unos cuantos mirándonos pensando en que cuando lleguemos allí, a esos 90 o más nos encantaría que nos mimaran así, que se lo había ganado seguro, que aquel abuelo gigante iba allí a devolver amor y a recordar a quien tuvo a su vera tantos años. 
Era la última hora de la tarde, habiendo salido de trabajar, cansados, con mil cosas en la cabeza todos los que estábamos allí, él, sin saberlo, siendo él mismo, nos regaló a todos una sonrisa y una alegría. 
Y una enseñanza, probablemente la mayor enseñanza que uno pueda y deba aprender en la vida: sé generoso, generoso de corazón y alma. 

Una tarea nada fácil, pero de ésas que si lo consigues debe ser absolutamente brutal. 
Merece la pena - al menos para mi- por todo lo que tengo aquí, por la familia, los amigos, por quienes coinciden conmigo sea donde sea luchar por todos ellos. 

Lo gigante deber ser no tener que esperar a los 90 para esto. Hacerlo desde ya. 

A por ello vamos. Ya os contaré... (o no). ;-)