La entrada en este blog que jamás deseé escribir, y sin embargo tengo la necesidad de hacerlo, en un momento crucial de mi vida.
La hago escuchando la banda sonora original que tantas veces me acompaña de la película La Misión. Una obra de arte.
Durante estos días, que aunque no han sido muchos, os garantizo que han sido larguísimos, toca reflexionar de un montón de cosas. Decisiones vitales que a uno le vienen como un sopapo de la vida. Mi madre decía que nos preocupamos por cosas que no tienen importancia y que, precisamente a lo vital; a lo importante, no le dábamos ésa importancia.
Tenía razón. Como casi siempre.
Durante estos días - decía- han sido decenas, centenares, de personas que hablaban de mi madre, del cómo era, cómo sentía y cómo vivió esta vida.
Me propongo, aquí, ahora, hoy, contarte, susurrarte a ti y al mundo quien era mi madre, al menos un trocito de su cielo y de su vida.
Nació en Donosti, una ciudad que le tuvo enamorada siempre, por aquellas calles y olores se perdía, se le iluminaba la cara al apoyarse en la bahía de la Concha mientras te contaba donde se ponía ella con sus amigas y echaba una de sus grandes sonrisas.
Al tiempo, por el trabajo de su aita, director de banco, se fueron a Canarias. Allí estuvo hasta que con 18 añitos, año 1956, con dos cojones, decidió que quería aprender inglés bien. Puso rumbo a Inglaterra y en una estancia que iba a ser de 4 meses, duró 2 años trabajando de au pair. Aprendió inglés. Has de pensar que en el año 56, muy poca gente, mucho menos mujeres, tenían el valor de decirle a su padre "me voy porque sé lo que quiero" y con casi una mano delante y otra detrás, dejar todas sus comodidades, para ir a cuidar a 4 niños de una rica familia del barrio de Chelsea.
A su vuelta, ya en Donosti, evidentemente se la rifaban. Mi madre tuvo grandes amigas, y digo grandes porque las seleccionaba muy bien. Sabía a quien quería tener cerquita, y a quien no. Era clara.
Le encantaba bailar, muchísimo. Tenía ritmo dentro y mil anécdotas que contar, como aquella vez que de tanto bailar perdió un zapato en Londres y se pateó media ciudad para volver a casa descalza.
Hizo carrera de funcionaria. Sabía lo que quería. Quería tener tiempo después para viajar, reír y compartir. Era realmente difícil estar con mi madre más de 30 segundos y no sonreír.
Volamos a 1969. Noviembre. En un bar de Donosti, con unas amigas, alguien le presentó a un tal Mariano, un tipo guapo, alto y elegante. Ella siempre contaba que cuando le vio y habló con él un ratito dijo: "éste para mi".
Conseguía todo lo que se proponía, y esto no iba a ser menos. Mi aita por aquel entonces trabajaba en Barcelona. Así que ella, con otras dos pelotas, dijo: "me voy", ante la estupefacción de sus padres. A su padre, cuando éste se enteró de que vivían juntos, año 70 y le montó - intentó- echarle un broncazo, Merche, con la mano en posición stop, interrumpió a su padre y le dijo: "papá, si te parece bien, estupendo, si no, ya sabes donde está la puerta. Le quiero y punto". Le importaba un bledo lo que opinara la gente y si estaba bien visto o no vivir en un mismo techo sin estar casados.
Era valiente. Mucho.
Se casaron en 1971 en Donosti, en un banquete - con muy poca gente, elegidos- y que aún hoy se habla de aquella celebración.
Iñigo nació prontito, a los 5 años salió el que os escribe y un año más tarde Maider.
Los vascos somos matriarcales, y Dios sabe que ella lo era. Una loba con su manada, el timón que llevaba la ruta.
Como en todos lados, hay épocas mejores y otras peores, pero supo rectificar, por una sola razón: AMOR.
Ella, Merche, mi madre, nos dio los mejores años de su vida, y la esencia de lo que significa el cuidado, el mimo, cariñosa a rabiar, pedía y daba besos y abrazos a discreción. No hay amor sin abrazos gigantes, me dijo más de una vez. Hay que estrujarse y sentir. Levantaba la cabeza, sonriendo, mientras te acariciaba la cara diciendo "cariño".
Le encantaba cocinar. Y lo hacía de miedo. Preparaba cada plato desde el corazón, y al llegar a casa, quien fuera, ella hacía que todos sintieran esa casa como su hogar. No había formalidades, había esencia.
Mis padres nos han enseñado lo que significa el respeto y la discreción de verdad. Cada uno con sus opiniones, pero los dos con el mismo objetivo: disfrutar de cada momento.
Ver a mis padres era algo curioso, eran supercariñosos, con mil muestras de amor, de caricias en la mano y besos en cualquier momento. La gente se sorprendía, y a ella, le sorprendía que sorprendiera, y tenía razón. "Díselo ahora". Ella siempre lo decía, aún más, lo hacía.
Era una persona con rigor, en el sentido de las cosas claritas, con mil sueños y casi todos cumplidos.
Siempre planeando, siempre llena de ilusión, alegría y con una fuerza descomunal.
Sobrevivió a un cáncer de laringe hace 17 años.
Acompáñame al 27 de diciembre del 2013.
Un catarro fuerte, una placa, y el médico me anuncia que han encontrado algo. Y no parece bueno. Recuerdo el momento en el que se lo dije, en casa. Ella estaba malita y yo fui a recoger resultados. No sabría como describiros su templanza y tranquilidad.
Inmediatamente, imaginad, hospitales, pruebas, observación...
Se puso bien. Perfecta. Ahora tocaba esperar para operar.
Decidió, como siempre, no esperar a que la vida le traiga sensaciones, si no ir a por ellas, comérsela a bocados, disfrutar todo, a tope y siempre.
Mi relación con ella siempre fue especial, de ésas en las que con sólo mirarnos, sabíamos que queríamos de inmediato.
A mi cabeza, ahora, vienen millones de momentos que pude disfrutar con ella, aprender, y sentirme el hombre, el hijo más querido del mundo. Recuerdo narices llenas de harina haciendo rosquillas, risas, muchísimas, viajes geniales, momentos únicos mirando el mar o alrededor de una mesa, charlas increíbles pausadas acompañados de un café y tiempo para conocernos, para saber que nos pasaba en el corazón y en la cabeza, me miraba con la cara que mira el amor cuando te habla, caricias en la mano constantes, siempre los demás primero. Siempre. Ella después.
Tuve la gran suerte de poder decírselo. Le dije todo lo que deseaba decirle, y ella miraba alucinada con una humildad espectacular.
Cada vez que me iba del hospital, siempre le hacía el mismo gesto: poner los brazos en plan superman sacando biceps. Y ella hacía lo mismo.
Luchó como una superhéroe, porque lo era. Quiso y quería vivir y tuvo una vida feliz al lado de un marido alucinante, que durante estos 44 años de matrimonio, le dio todo. Se dieron todo.
Ganaron. Ganó la vida, el orgullo de hacer las cosas bien y tener 3 hijos de los que sentirse orgullosa. Eso decía.
Cierro los ojos, y la veo. La veo siempre. Con su carita y su alegría, la chiquitina de la casa, que se ha ido demasiado pronto.
Lloras de rabia. Le echas de menos tanto que te duele la vida. Sientes que te faltan mil cosas por hacer, te duele cada cosa que hiciste mal con ella.
Ella nos enseñó de verdad. Haciendo. Cada día. Cada minuto. Toda la vida.
Gracias mamá. Gracias por hacernos sentir tan especiales.
Te quiero, toda la vida, no me hubiera perdido ni un minuto de ti.