Se oía el golpeo de la mar en la madera ya vieja del navío. Cada ola que llegaba era un azote, me recordaba lo lejos que estaba del hogar, y lo cerca que veía la muerte.
Demasiadas noches y demasiados días tras aquel buque.
Casi doscientos hombres me acompañan. El olor de la bodega y los camarotes es casi insoportable, apenas comida y agua, y sin ver tierra desde hace dos meses.
Ese buque holandés instiga mis sueños, mis pesadillas. Gritamos venganza. Somos hijos, padres y hermanos de aquellos a los que masacraron sin honor, sin dar cuartel a la bandera blanca que ondearon tras tres días de batalla en los mares franceses.
Las fuerzas, flaquean, pero el orgullo sigue intacto. Son más, y mejor armados, pero nosotros tenemos alma.
Hacía dos días los habíamos perdido, se dirigían al oeste, a mar abierto, sabiendo que nosotros no pudimos hacer fonda y recopilar más provisiones.
Mercaderes de sangre. Los holandeses.
Llegó el alba, y con el, viento a favor, fuerte, a sotavento. A mediodía, lo vimos. Allí estaban.
Zafarrancho de combate, suenan nuestros tambores de guerra, la bandera española ondea fuerte, ordenan bajar a acuartelarse en los cañones los dinamiteros. Dos hombres por cañón para los veinticuatro que tenemos.
Algunos hombres afilan espadas, cuchillos y sables. No llevamos uniformes, nuestros galones son la familia, nuestra torre la libertad.
Apretamos dientes. Cargamos mosquetes.
Cierran los ojos, rezando. Silencio y trajín.
A la bandera! Grita el Capitán. A la familia! responden los hombres. Presentan armas.
Nuestra primera andanada les cae de lleno, realizamos una maniobra excelente, rápida, y nuestro nombre "Rabiosa" nos hace más grandes. Su palo mayor cae, y veo hombres caer al mar. Les toca a ellos.
Toca virar de nuevo y evitar ángulos. Dios está de nuestro lado, pues lo logramos con inusitada rapidez. Hombres heridos, bajas... pero pudieron ser más.
Recotamos para volver a poner a prueba su cubierta, con nuestros cañones, nos acercamos rápidos, y reventamos su polvorín y bodega...
Abordaje. Gritos. Mosquetones a los que sólo les da tiempo un disparo. Escuchas ya el aliento de los holandeses, frente a frente, nuestra rabia contra su oro, nuestros hijos contra su boato y su ejército.
Sangre por cubierta, hombres que caen atravesados por espadas de lado a lado, queremos a su comandante, el que ordenó aquella locura.
Tras cinco horas de asedio, miembros extirpados, hedor, y más de cien bajas nuestras, tomamos el mando del buque "Salazar".
Nadie era el comandante. Había, estaba claro, orden de que no pudiéramos hacer justicia.
No íbamos a matar por matar. Matamos por justicia buscando al culpable, jugaban con nuestro honor, y el sabernos hombres de palabra.
En cada tripulación hay un Judas. No hicieron falta trece monedas. Fue el perdón, que ya tenía, por el que el mercader aceptó delatar al comandante. Enrich Von Haseil. Ya sabíamos su nombre. Lo señaló don cierto disimulo.
Me acerqué lenta y pausadamente, sable en mano, tocando con la punta la madera del barco.
Estaban sentados, tirados, algunos muertos, vísceras... y en medio, el flamante comandante despechado de uniforme y galones para no dar pistas. Vestido de cocinero.
Puse rodilla en suelo. Quería ponerme a la altura de sus ojos. Mirarle despacio, frente a frente. Perdimos muchos seres amados, y muchos compañeros para darle presa. Quería que me dijera por qué. Que le llevó a todo eso. Cuando le miré, y vi su brillo, no me hizo falta preguntar nada. Hay gente sin alma. Sin reflexión posible. Sin consciencia de mal.
Le levanté con mis manos. Lo paseé por su cubierta. Algunos de nuestros hombres lloraban, sufrimos mucho para todo esto, y después de todo, cuando muriera, iba a ser esa nuestra venganza? Devolvería eso a nuestras familias? Cobraríamos con su cuerpo todo lo arrebatado?
No.
Decidí darle la oportunidad de hablar, de sus últimas palabras. Temblaba orgulloso. Se había meado en los pantalones literalmente.
La naturaleza, además de sabia, es casi siempre justa, y devuelve a la tierra, lo que la tierra le da. La mar es brava y lista, sabrá que hacer con él. Von Haseil debía pensar y aunque fuera en su último suspiro, pedir y clamar perdón a todos los que asesinó.
Le tiramos al mar envuelto en su bandera. Vivo. Sólo.
Recogimos lo que quedaban de sus provisiones, e hicimos presos a los pocos holandeses que quedaban. Dimos fuego a su barco.
Nos fuimos poco a poco, con casi todos nuestros hombres a babor, mirando al perro comandante holandés. No suplicó perdón. No suplicó honor.
Aquel holandés sobrevivió.
Me hizo llegar una carta extensa. Con un trozo de tela de la bandera. Pidió perdón. Vivía en Inglaterra, bajo otro nombre, y otra empresa. Había rastros de lo que parecían lágrimas. Veintidós años más tarde. La carta la enviaba su hija Sarah, pues él había dado orden de cuando muriera me hicieran llegar la misiva.
Su hora llegó. Y mientras yo miraba mi sable, escuchaba el juguetear de mis hijos, me di cuenta que nuestro honor, el de aquellos que murieron, de los que vivimos eso, sobrevivió a la locura del hombre, y hoy, al caer la noche, miremos todas aquellas estrellas que nos custodiaron durante meses, y gritar que mereció la pena, merece la pena dar la oportunidad de vivir a alguien que en su día, se equivocó.
Te juro que me pones, Güene. Me pones. Bestial. ;-)
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