martes, 8 de mayo de 2012

1938

La noche fue agotadora. Los bombardeos eran constantes. Unas trincheras inesperadas hechas como se pudo y allí estaba yo. Miraba alrededor de los míos, ésos que empezaron conmigo esta guerra inmunda.

A nuestra espalda, el monte que daba paso a nuestro pueblo, nuestras casas, nuestro hogar. Menos de cien hombres defendiendo un ataque muchísimo más potente que el nuestro. Ya no recuerdo nuestra bandera, recuerdo a mis compañeros. Recuerdo el sudor, el miedo que sobrecoge y levantas, el olor de la tierra y la cara llena de polvo y barro.

Los zumbidos de los proyectiles y las granadas. Las balas silbando alrededor; rezas para que le vaya a otro, pero cuando cae un hermano algo de ti muere, y a veces quieres ser él.

Amanece demasiado temprano cuando tu obligación es matar o morir en ello. Nuestro Capitán, un borracho listo, ordenó que salieran dos patrullas para realizar reconocimiento. Voluntarios forzosos. Yo estaba al mando de una de ellas formada por nueve hombres.
Avanzamos despacio, seguros, hasta menos de doscientos metros del enemigo. En esos momentos, hasta el volar de un pájaro parece que te delate, quieres que el mundo pare y calle. Aprietas dientes, agarras fuerte el fusil, encomendándote a su fuerza y poder. Lo haces por los tuyos, por el pueblo que dejas atrás, te dices. No es cierto del todo, lo hago por mí. No quiero que esos cabrones maten, violen y destruyan todo cuanto amo.

Recuerdo a mi mujer y mis dos hijas. Hubiera cometido traición por poder darles un último abrazo y unas palabras que nunca dije antes de partir hace siete días. No lo hice.

Esperamos casi media hora a que nos dieran la señal desde nuestro puesto para seguir avanzando. En el suelo, cuerpo a tierra, comiendo tierra y sangre.

Avancé el primero. Siempre fui un loco con cojones. LLevaba ocho o diez metros, cuando ví el hueco de un socavón amplio, profundo y decidí meterme. Era tan profundo que había partes de el en completa oscuridad.  Me fui arrastrando poco a poco, con el casco ladeado y el fusil por delante. Era más profundo de lo que pensé en un inició, así que resbalé más de metro y medio hacia el fondo.

Se hizo la luz. Aquel rostro se acercó y me miró despacio. "Jose", me dijo. Mi miedo pasó a ser horror, mil lágrimas porque de repente me di cuenta de la infamia de una guerra que te enfrenta a un amigo, del que además, temes que pueda matarte.

Era Pedro. Me apuntaba con su fusil temblando, se limpiaba el sudor y la tierra de sus ojos.
Yo estaba a sus pies. Mi vida en sus manos.

Segundos de silencio, de pavor, hasta que bajó su arma. Y se tiró al suelo llorando, con la cabeza entre sus rodillas, llorando en silencio para no delatarme.
Ordené como pude a mis hombres que se retiraran y comunicaran al Capitán que un ataque durante ese día sería un suicidio.

Me dio agua, me tocó el hombro, me miró como quien mira a un amigo, y sin decir nada, se fue.

Yo volví a casa, con mi mujer y mis hijas, y poder susurrarles lo mucho que les quería y lo más que les necesitaba. Hoy, setenta y cuatro años más tarde, soy abuelo de 3 nietos fantásticos y tengo la oportunidad de poder contar una verdadera historia de amistad, de guerra y lucha, pero también de honor y familia a gente como tú, para que no olvides nunca lo que supone una guerra.

Pierden todos. Siempre.

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